No fueron solo ciudades
destruidas. Fueron gritos ahogados, sombras grabadas en los muros, infancias
que no pudieron ser.
El 6 y el 9 de agosto de 1945, el mundo
cruzó un umbral del que nunca regresó. Con el estallido de dos bombas atómicas,
la humanidad aprendió —de la peor manera— que su capacidad de destrucción ya no
tenía límites.
A las 8:15 de la mañana del 6 de
agosto, una bomba atómica cayó sobre
Hiroshima. En un instante murieron 66.000 personas; otras 69.000 resultaron
heridas.
Tres días después, el 9 de agosto, Nagasaki
sufrió el mismo destino: alrededor de 70.000 vidas fueron borradas de un
solo golpe.
Miles más morirían en los meses y años
posteriores por las secuelas de la radiación.
Lo que sucedió en Hiroshima y
Nagasaki no puede ni debe olvidarse.
Hoy, esos lugares son símbolos de resistencia y memoria. El
Parque Memorial de la Paz en Hiroshima no es solo un homenaje: es un
recordatorio vivo del costo del odio, de la intolerancia, de la guerra.
Un llamado urgente a la conciencia colectiva: nunca más.
Porque la paz no es un ideal
lejano. Es una decisión diaria.
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