Rosa era mujer, negra y trabajadora. Había nacido en 1913 (hoy hace un siglo). Tenía 42 años cuando protagonizó un incidente que iba a dar el golpe definitivo a la segregación racial en Estados Unidos. Corría 1955 y en aquellos años se hallaban vigentes las leyes Jim Crow, herederas directas de la esclavitud del siglo XIX, dictadas para que los afroamericanos tomaran conciencia de su presunta inferioridad y se mantuvieran en situación de marginación social. De acuerdo con ellas, los negros no podían compartir con los blancos los espacios públicos. La segregación sumía a la población negra en una constante humillación. Restaurantes, escuelas, cines e incluso lavabos, lucían carteles de ‘negros no’ o imponían la separación entre ambas razas. El pueblo negro sufría en silencio.
Todo empezó a cambiar la histórica tarde del 1 de diciembre de ese año: Rosa Parks, regresaba a su casa tras salir de su trabajo como costurera en un establecimiento de su ciudad natal, Montgomery (Alabama). Tal y como hacía diariamente, tomó el autobús. Como todo el transporte público, el vehículo estaba señalizado con una línea claramente marcada: blancos delante, negros detrás. Rosa subía pues al autobús, pagaba al conductor, se bajaba y volvía a subir por la puerta trasera.
Aquella tarde Rosa se sentó en la línea del medio, es decir, en aquellos asientos que podían ocupar los negros si no eran requeridos por ningún blanco. Aquel día subieron muchos blancos, por lo que el conductor exigió a cuatro pasajeros negros que cedieran su asiento cuando se llenó. Ella se negó: ‘Yo estaba sentada donde se suponía que debía hacerlo; el joven blanco que estaba de pie no había pedido el asiento; fue el conductor el que decidió crear un problema’, declaraba Rosa Parks a la BBC.
El conductor había tratado de disuadirla, estaba obligada a obedecer a la ley: ‘Voy a hacer que le arresten’. ‘Puede hacerlo’, replicó ella contundente. Y así fue: Rosa pasó la noche en el calabozo, acusada de perturbar el orden público. Fue juzgada y condenada a una multa de 14 dólares.
Al día siguiente Martin Luther King, un joven pastor de la Iglesia Bautista, poco conocido entonces, respondía a una llamada de E.D. Nixon, un fogoso maletero de Alabama harto también de la injusticia segregacionista, que acababa de pagar la fianza de Rosa. ‘Hemos aguanto demasiado tiempo estas cosas. Creo que ha llegado la hora de boicotear los autobuses’.
Martin Luther King se mostró de acuerdo con él y ofreció su iglesia como lugar de reunión. Comenzaba así la lucha del que sería Premio Nobel de la Paz, antes de ser asesinado en 1968, tras ‘tener un sueño’.
El coraje de Rosa había movilizado a los afroamericanos de su ciudad, que organizaron un boicot contra los autobuses municipales que se prolongó casi 13 meses.
Cinco años después, el Tribunal Supremo de EEUU declaraba inconstitucional la ley de segregación racial en el transporte público. La ley de Derechos Civiles la prohibió en escuelas, puesto de trabajo, lugares públicos y gobierno en 1964. Cuarenta y cinco años después, Barack Obama se convertía en el primer presidente negro de Estados Unidos.
Así una mujer criada en un hogar humilde (su madre era maestra y su padre carpintero) pasaba a convertirse, por un fortuito arranque de valentía, en la heroína del movimiento antisegregacionista en Estados Unidos: ‘No tenía idea de que alguien se enteraría de lo que había sucedido.. ni siquiera tenía certeza de que sobreviviría a aquel día’, confesaba en sus memorias. Rosa, marcada por una infancia en la que había sido testigo de cómo su abuelo hacía guardia frente a la puerta de su casa a fin de proteger a su familia del acoso del Ku Kux Klan, había cambiado el destino de EE.UU.
A partir del incidente, su vida se complicó: ella y su esposo, también militante antisegregacionista, perdieron su empleo y, acosados por llamadas telefónicas y ataques contra su hogar, se vieron obligados a emigrar a Detroit. No encontró la estabilidad hasta que fue contratada por un congresista demócrata, John Conyers, para quien trabajaría hasta su jubilación en 1998. Un año antes había fundado una organización de ayuda a jóvenes con problemas, la Rosa and Raymond Park Institute for Self Improvement.
En 1996 el entonces presidente Bill Clinton le concedería la medalla presidencial de la Libertad y tres años después el Congreso le entregaría la medalla de oro, máxima distinción cívica nacional.
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