Un tercio son chicas, el 10% del total sufren abusos, y un 30 por ciento se autolesionan
Alberto, frente a su madre, en el centro donde cumplió medidas judiciales - JOSÉ RAMÓN LADRA |
Alberto (nombre ficticio) tenía 14 años cuando entró en el centro de medidas judiciales El Laurel. Le envió allí un juez, tras una denuncia de su madre, a la que había maltratado. Arrastraba un historial familiar muy complicado. Pero era un niño. Nada más que un niño. Allí recibió atención profesional: psicólogos, trabajadores sociales, educadores ... aprendió a entenderse y a relacionarse. Ahora, con 16, vuelve a vivir en familia. Estudia; quiere ser psicólogo y ayudar a otros. Y lo tiene claro: «Lo de liarla y tratar mal a mi madre, no lo vuelvo a repetir».
Que los hijos maltraten y hasta agredan a sus padres es una de esas realidades que rechinan. Algo falla, es evidente. Por lo que cuentan los expertos, son muchas cosas a la vez las que no funcionan en estos casos: tienen problemas en los estudios, de estabilidad familiar, y en demasiadas ocasiones, se crían en situaciones de maltrato y violencia física, sufren abusos sexuales –mayoritariamente los chicos–, se autolesionan, tienen antecedentes de enfermedad psiquiátrica en la familia y consumen drogas.
Durante el año 2018, la memoria de la Fiscalía General del Estado señaló en Madrid 4.833 casos relacionados con la violencia filio-parental. De ellos, un 10 por ciento en Madrid eran menores de 14 años. Remontándose a años atrás, el «salto» en las cifras se da a partir de 2007: de 2.683 casos se pasó a 5.201 en 2009: el doble.
«Se les ha hecho daño»
El maltrato de hijos a padres es el segundo delito con más incidencia en menores, con 2018 casos en la Agencia para la Reeducación y Reinserción del Menor Infractor de la Comunidad de Madrid (ARRMI) en el año 2018. De ellos, 50 terminaron con medidas judiciales de internamiento. El director del centro El Laurel, Juan Nebreda, recuerda que el del menor maltratador «es un perfil de un niño al que se ha hecho mucho daño». Y que se lo autoinfligen: entre otras cosas, «pegan a las mujeres que más quieren».
La labor del centro es la reeducación de estos menores –un 32 por ciento son chicas, el doble que en el resto de delitos en este colectivo. Y para ello, además del trabajo profesional dentro, «es fundamental la colaboración de los padres», pero ésta debe ser voluntaria: «Ellos no son juzgados, no los podemos obligar», recuerda.
Alberto y su hermano mellizo coincidieron en un hogar donde se dio la violencia psicológica. El distinto carácter de los dos hermanos hizo que manifestaran de diferente forma su problema común. La madre asegura que «terminé denunciando a ambos»; al otro le pusieron en libertad vigilada, y Alberto acabó en El Laurel. «No entendía a mi madre; me parecía que lo hacía todo para fastidiarme. Además, yo estaba triste siempre». El maltrato le llevó a cumplir medidas judiciales en este centro, «y entonces se me cayó el mundo encima», dijo. Tardó dos meses en decir una palabra, confiesa la psicóloga, Benita Moya. «Es que iba obligado», justifica él.
Pero poco a poco, empezó a entender que lo que se le tendía era un asidero para salir del agujero en el que estaba, con apenas 14 años. «Me sirvió para saber cómo relacionarme; antes me daban igual las cosas, y ahora estoy más centrado, más tranquilo», reconoce. A su psicóloga se le ilumina la cara cuando explica que ahora Alberto estudia Bachillerato, «por Ciencias, porque quiere hacerse psicólogo». «Es que eso me realiza como persona; lo prefiero a estar metido en una oficina».
Su madre, a su lado, admite la mejora experimentada. Por todos: de denunciar a sus dos hijos, y ver a uno de ellos recluido, ahora vuelven a vivir los tres en el mismo hogar. «Yo le noto bien; está mejor», aprecia. Y justifica el pasado: «Se equivocó, estaba muy bloqueado y muy perdido; no era él, porque en verdad tiene un corazón de oro».
Consumos
El perfil del menor maltratador es el de un chaval de unos 16 años, con desfase curricular y absentismo escolar, que en un 28 por ciento han sufrido acoso escolar, y cuya conducta «explota» en los primeros cursos de la ESO. La entrada de los chavales en los institutos a los 12 años –al iniciar la Secundaria– resulta en muchas ocasiones prematura.
Muchos de estos pequeños agresores consumen tóxicos; en ocasiones, sus efectos se mezclan con los de medicación para tratamientos psiquiátricos previos –4 de cada 10 los han recibido–; un 18 por ciento son diagnosticados de TADH; el 34 por ciento se autolesionan, un 56 ha sufrido o ha sido víctima de violencia en el hogar, y uno de cada diez –en especial los chicos– ha sufrido abusos sexuales. Son, mayoritariamente, españoles, salvo aquellos que proceden de una adopción internacional. En este caso, se detectan casos donde un problema de alcoholismo fetal ha podido ser el desencadenante de un comportamiento posterior.
El consejero de Justicia, Interior y Víctimas, Enrique López, alaba la tarea de la Agencia de Reinserción, cuyos profesionales proporcionan a estos chavales y a sus familias herramientas para desterrar actitudes violentas» y ayudan a los menores a «ganarse el derecho a tener una segunda oportunidad».
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