La discriminación de las personas mayores es un fenómeno casi global.
Las cifras no dan tregua. Ya son más de 40.000 los infectados en España por coronavirus, según las últimas cifras oficiales. Dada la carestía de pruebas diagnósticas, es de suponer que son muchos más. Y, de todos ellos, los grupos de riesgo más vulnerables son personas mayores y/o con patologías previas. Ambos grupos constituyen casi la práctica totalidad de los casos de mortalidad, que se cifran en casi 3.000 casos solo en nuestro país. Al mismo tiempo que estoy escribiendo estas líneas, seguramente el número total de infectados y fallecidos habrá ya aumentado. Pese a ello, el objetivo de este artículo no es centrarme en las cifras, a las que todos tenemos acceso continuamente, sino en las personas y, en concreto, a la discriminación por edad (fenómeno conocido como “ageism” en inglés, “edadismo” en la jerga científica española) que ha permitido que nuestros mayores sean, una vez más, el grupo más vulnerable.
ARMAN ZHENIKEYEV VIA GETTY IMAGES |
La discriminación de las personas mayores es un fenómeno casi global que ha marcado la cultura occidental desde tiempos inmemoriales. Los grandes héroes de la épica clásica, desde Ulises a Eneas, han sido (varones) jóvenes. Cuando recordamos las conquistas de Alejandro Magno, recientemente recreadas en películas de Hollywood como Alejandro, lo imaginamos joven, sobre todo porque la esperanza de vida en esa época era muy baja (de hecho, Alejandro murió a la edad de 33 años). Es cierto que en tiempos recientes, a medida que se ha alargado la esperanza de vida a nivel global, han aumentado exponencialmente las películas y teleseries sobre gente mayor, tales como Cocoon, en los años ochenta, o Nebraska, Cuando menos te lo esperas (con Diana Keaton y Jack Nicholson) o El método Kominsky (protagonizado por Michael Douglas), en fechas más recientes. El hecho de que la mayoría de estos productos culturales sobre personas mayores sean comedias habla ya de por sí del tratamiento superficial que se ha dado popularmente a este colectivo. Una y otra vez, nuestros ancianos han sido estereotipados bien como dementes inofensivos, bien como simpáticos abuelos que viven los mejores momentos de su vida. Las imágenes de envejecimiento “activo”, es decir, alejadas de cualquier tipo de discapacidad física o mental, dominan en cualquier caso. En otras palabras, ser mayor es socialmente aceptado y aceptable siempre y cuando uno no lo parezca (recuérdense los habituales anuncios de clínicas estéticas prometiendo “vencer” el envejecimiento y alcanzar la juventud eterna a través de innumerables tratamientos y cirugía estética).
La discriminación de las personas mayores es un fenómeno casi global que ha marcado la cultura occidental desde tiempos inmemoriales.
Pese a ello, las dramáticas imágenes de residencias de ancianos que vemos estos últimos días en directo en televisión nos sumergen en un indeseado baño de realidad que perturba indudablemente nuestras imágenes binarias y estereotipadas de los mayores. Lo que estamos viendo diariamente desde nuestras casas no son a personas mayores sanas y felizmente enamoradas, como en la película de Jack Nicholson, sino solas y asustadas, víctimas de una enfermedad que les ha sido transmitida a menudo por personas jóvenes, muchas de las cuales protestamos por nuestro confinamiento mientras encendemos Netflix para ver el siguiente episodio de El método Kominsky. Por no hablar del abandono que han sufrido en algunas residencias, donde a las deserciones del personal de las mismas se unen los macabros hallazgos de algunos cadáveres de ancianos fallecidos durante más de 24 horas. Mucho me temo que, como nos repite incesantemente el epidemiólogo y médico de urgencias Jesús Candel, todavía no hemos entendido nada. El confinamiento al que nosotros nos vemos abocados durante unos días, o incluso meses, es solo una muestra del confinamiento y discriminación social a la que nuestros mayores se ven sometidos de forma habitual, día tras día. En España, para centrarnos en nuestro país (si bien los datos son extrapolables, con apreciaciones, al resto del planeta), muchos de nuestros espacios y actividades siguen segregados por edad. La mayoría de discotecas y salas de fiesta segregan habitualmente por edad; los gimnasios reservan espacios y actividades concretas para “séniors” (eufemismo prestado del inglés); las excursiones de la IMSERSO están exclusivamente destinadas a jubilados. Lo mismo ocurre con los centros de día y las residencias para “personas mayores”. Algunas actividades recreativas como el bingo o el mus se asocian con ellas casi inconscientemente.
En los años sesenta del siglo pasado, la activista afroamericana Rosa Parks se sentó en la parte delantera de un autobús, desafiando así la segregación racial que relegaba a las personas de color a los asientos traseros del transporte público. Ello marcó el inicio del movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos, que, con figuras como Martin Luther King y Malcolm X, finalmente puso fin, al menos legalmente, a la separación forzosa entre blancos y negros en los Estados Unidos. Esta segregación no ha terminado aún en el caso de la edad. Pese a las evidentes relaciones intergeneracionales entre jóvenes y ancianos, el inconsciente colectivo sigue estableciendo una división entre “ellos” y “nosotros”. La vejez, como dijo Simone de Beauvoir en un libro del mismo título, simboliza el espejo de un futuro en el que nadie quiere verse reflejado. Todo ello deriva en una inevitable invisibilización y, cuando menos, infantilización de nuestros viejos (sí, ¿qué hay de malo en serlo?), resultando en una actitud a menudo condescendiente hacia ellos.
Se estigmatiza a los mayores como una carga para nuestras sociedades.
Por si todo esto fuera poco, se les acusa recurrentemente de egoísmo, de monopolizar el sistema sanitario y de querer “robar” el futuro de los jóvenes con sus abultadas pensiones. Se les estigmatiza, en otras palabras, como una carga para nuestras sociedades. Haríamos bien en recordar que, pese a sus míseras pensiones, los ancianos han representado el único ingreso y sustento de muchas familias durante los peores años de crisis económica. Ocurrió con la crisis financiera de 2008 y podría ocurrir nuevamente, si evitamos contagiarlos, con la recesión que sin duda se avecina después de esta pandemia. Representan igualmente uno de los principales “apoyos” para el cuidado de los menores y dependientes de muchas hogares. Y, ante todo, no lo olvidemos, la forma en que los tratamos determinará, en gran medida, la manera en que nosotros mismos seremos tratados por las generaciones más jóvenes. En la República, Platón ya nos recordaba que es en la vejez cuando el ser humano desarrolla más plenamente sus virtudes morales, tales como la prudencia y la sabiduría, proponiendo pues delegar el gobierno de Atenas en los filósofos más ancianos. La gerontocracia defendida por Platón, sin embargo, está necesariamente relacionada con su superioridad intelectual y moral, que, según él, derivará directamente de la instrucción en la virtud moral ofrecida a todo ciudadano desde su más temprana edad. Dicho de otro modo, los jóvenes deberán instruirse desde el principio virtuosamente, lo que incluye necesariamente el respeto a la mayor experiencia de los ancianos, quienes, a su vez, confiarán en ellos el futuro gobierno de la polis.
¡Qué vacías parecieran hoy estas palabras! Mientras escribo estas líneas, se publica en la portada del El País que las UCI darán prioridad a los enfermos que tengan más “esperanza de vida” si se colapsan. Seguro ya se imaginan a quiénes se refiere… Si bien ninguna guía menciona explícitamente la edad como criterio para decidir quién entra en cuidados intensivos y quién no, la guía ética de la Sociedad Española de Medicina Intensiva Crítica y Unidades Coronarias (Semicyuc) especifica que, ante dos pacientes similares, se deberán “priorizar la mayora esperanza de vida con calidad”. No hace falta ser adivino para entender que con ello se sugiere una más que probable eutanasia y eugenesia social, destinada a sacrificar a nuestros mayores si hace falta en aras de las generaciones más jóvenes y sanas. El momento presente exige, pues, altura de miras. Se nos ha repetido hasta la saciedad que debemos quedarnos en casa puesto que todos somos potenciales portadores de un virus que, sin embargo, no ataca a todo el mundo por igual. Habitualmente, la solidaridad intergeneracional ha funcionado de arriba abajo, es decir, de mayores hacia jóvenes. Ya es hora de empezar a revertir esta situación. Luchar contra el coronavirus implica necesariamente luchar contra otro igualmente extendido y agresivo, altamente letal y extremadamente contagioso, silencioso y peligroso: el “virus” del edadismo.
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